miércoles, 7 de enero de 2009

Un día en las rebajas

Cuando ella había cumplido treinta años, él estaba aun en la cabeza de una diseñadora que quería romper moldes y, meses después, rompió aguas en un taller de Galicia mientras un agua mansa, sin viento, peinaba los cristales de las ventanas.

El parto fue natural, hecho a base de unir mangas para brazos, solapas para genetizar lo Ruso que había en su mente, hombros torneados y una espalda recta, que se estrechaba bajando por la cintura. Definitivamente, él fue muy femenino al nacer, y su madre siempre supo que acabaría siendo mujer o de una de ellas.

Tiempo después, el traslado a la gran ciudad le pilló desprevenido ya que, por su singularidad, pensaba que no iba a mezclarse con el tumulto del resto de compañeros de guardarropía, pero al final ya se sabe que todos acabamos en el mismo saco porque ley de vida es.

Le colgaron en la tienda Gallega del centro que le esperaba con las perchas colgadas, listas para abrocharle los botones, y guiñarle los cuadros a algún mecenas que se lo quisiese colgar.

Ella siempre supo que él estaba en alguna parte, sus frecuentes viajes por razones laborales le hacían fijarse en todos los que encontraba expuestos pero ninguno terminaba siendo de su agrado. "No creo ser tan exigente", pensaba, pero a medida que pasaba el tiempo perdía las ganas de seguir buscando o, simplemente, de fijarse en escaparates y entrar a ver mejor, porque no todo lo que se enseña como una joya refulge igual por dentro que por fuera, se decía.

Las rebajas habían engullido la gran ciudad, y ella entraba en las tiendas con no más esperanza que ver alguna pelea por unas bragas de a 1€, la visión de alguien que se probase dos tallas menos de la suya y lamentarse con tristeza porque nunca las bajadas de precios llovían a gusto de todos, unas veces está el precio justo, pero no la prenda exacta, la que cae como un guante y te hace sentir la reina del universo.

Mientras realizaba estas incursiones, sucumbió a las luces casi bronceadoras de un centro de, al menos seis pisos, en el que si no te gustaba lo que habías comprado cuando te lo probabas en el salón de tu casa y delante de tu marido, te devolvían el dinero. "Vamos a hacer senderismo comercial", se dijo y la planta baja de perfumes le insufló a la planta joven, donde se cruzó con una pareja que cojeaba del mismo pie. Ella nunca había visto tal mímesis y entornó los ojos, como la China de su barrio o como un diafragma que se cierra, para sacar una foto mental del momento con poca luz, tanta era la que había, que pensó pudiera ser una alucinación.

A continuación pasó por otro edificio donde la gente llevaba cestas, como las del super, llenas de libros, dvd's, Ipods, minicadenas y pensó que nunca la comida había estado tan cerca del intelecto. Compró un libro que, en otro tiempo le hubiese gustado a ella, pero lo decidió en regalo para otra persona más adecuada. Le atendió un tal Ignacio, según rezaba la chapa de su chalequillo verde, mientras que en el ticket de compra figuraba otra que decía, Carmen Rico. Bajó al hall donde envolvían los regalos y, mientras tanto, se fijó en que uno de los libros que había leído ese año "Un grito de amor desde el centro del mundo", de Kyoichi Katayama, ya iba por la 2ª edición, ese libro en el que al principio todo es soso, sin expectativas o previsible, pero después pega un estirón como un adolescente recién levantado de siesta y se convierte en mayor, dando significado a su vida y a sus letras.

Una vez abajo, otro chalequillo verde que decía "Sandra", le envolvió el regalo que años atrás hubiese preferido para ella y, de repente, el mundo se paró porque su archivo mental calcó a Sandra con una modelo de hace ya, llamada Cristina Piaget, preciosa según recordaba.

Casualidades, supuso.

De camino a su casa, y con la sola adquisición del libro, pasó algo desganada y con la inercia por bandera por la tienda Gallega donde estaba él. Al principio, echó un vistazo general a todo el local y se desganó pensando que "pa qué", él estaba en algún lugar de la tierra, pero allí solo habría cazadoras a 59,90 €, camisas básicas en rojo, negro y blanco a 9,90 € o alguna pequeña tendencia, como unos pantalones a cuadros escoceses rojos, que bien podrían aparecer en alguna marquesina enfundados en las piernas de Agyness Deyn, a juego con unos patchwork que le hiciesen parecer una araña con dos patas.

Él miró hacia fuera y ella, como un imán, volvió la cabeza como si alguien le hubiera soplado a las orejas. De repente se quedaron mirando como dos desconocidos que se conociesen de toda la vida, porque al fin y al cabo, los dos sabían que existían pero que quizá nunca se verían las caras y las solapas.

Ella se dirigió a las perchas con grandes zancadas, cogió el abrigo, le desabotonó en un acto un tanto erótico para un lugar en el que también había ropa de niños, se arropó con sus cuadros y en ese momento se convirtieron en un lienzo de carne y paño.

Ya nunca más volvió a mirar escaparates y, cuando lo hacía, era para buscar zapatos que le hicieran más esbelto a él.

Besos y abrazos

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Siempre un placer leerte, besino.

sinfonía agridulce dijo...

Y siempre es un placer de viceversa el leer tus comentarios, Montse :)

Un abrazo