domingo, 23 de enero de 2011

Los de siempre

"Esto parece un juego de mesa siniestro en el que a medida que avanzas aumentan las posibilidades de caer en la casilla de la muerte, en la casilla de la indigencia, en la de la inmigración, en la de las drogas, en la de la cárcel, en la del paro, en la de volver a empezar...

Se da además la circunstancia de que cada uno de los jugadores utiliza un folleto de instrucciones distinto. Este señor de 55 años, por ejemplo, acaba de caer en la casilla del paro, de la que no es previsible que salga en mucho tiempo. Este de aquí también, pero este de aquí es diputado, de modo que el Congreso se hará cargo de sus cuotas de la Seguridad Social hasta que sea menester.

¿Por qué esa diferencia entre unos y otros? Ya se ha dicho: porque no juegan con las mismas reglas. A esta mujer, por poner otro ejemplo, le han caído ocho años de inhabilitación por prevaricadora, pero según su folleto de instrucciones tiene derecho a la protección del partido político al que pertenece. Este otro individuo es un ladrón, pero juega con una carta secreta por la que le prescriben los robos antes del juicio. Y no nos importa nada, nada, porque en los juegos de mesa jamás llega la sangre al río.

Si la realidad fuera auténtica, y no este sucedáneo, las iniquidades en curso provocarían motines, huelgas, asonadas, revueltas, levantamientos ciudadanos... La realidad artificial, en cambio, produce mayormente resignación, de modo que cuando nos tienden una trampa los jugadores nos culpamos a nosotros mismos de lo ocurrido: esto me pasa por negro, o por pobre, o por ingenuo, o por inmigrante, o por alto, o bajo, o listo, o tonto, o escritor, o fontanero... No sabe uno con qué folleto de instrucciones educar a los vástagos.

Es como si el horno viniera con mil normas de uso, todas contradictorias entre sí. El problema es que los que se asan son siempre los mismos."

Juan José Millás - El País - Viernes 21 de Enero de 2011

miércoles, 12 de enero de 2011

Paseo por una cinta de gimnasio


Voy caminando por la calle, pensando en mis cosas. No parece que vaya por la calle, sino que es como si andara sobre la cinta sin fin de un gimnasio. Como si la calle fuera un estudio vacío con un croma verde sobre el que pasan todo tipo de figurantes, véase, autobuses, padres que llevan las mochilas y las legañas de sus hijos al colegio (hay algunos que me miran y yo les aguanto la mirada porque tengo la curiosidad de saber porque me miran), tiendas de pintura, vinotecas (¿alguien comprará vino tan temprano?), salas de conciertos, gente que cojea (ya son un ejército), colas del inem que se bifurcan en dos calles, ciegos con perros (yo no podría, les admiro), coches que rugen (unos más que otros, como las personas), bibliotecas vacías.
Los pensamientos se me solidifican en los ojos como los dulces de azúcar de las ferias (la vida es una tómbola, tom-tom-tómbola), se me seca la garganta pero no llevo agua, miro el teléfono por defecto (que ya es otro más de mis defectos) y pienso en los míos y en lo que estarán haciendo ahora (seguramente duerman)
Miro al cielo, por mirar algún sitio, y después agacho la cabeza para mirar al suelo, vuelvo la vista al frente y me encuentro una marquesina (que es la manera de acercar la aristocracia al pueblo, siempre de manera cariñosa) anunciando un teléfono que no es el mío y se me hace extraño que me quieran vender algo que ya no compraré. Creo que la marquesina se cabrea porque miro más detenidamente y me lanza la frase: "pues camina, borrego", pero se lo dejo estar, como cuando le consientes a un niño chico que patalea por una golosina que le hace caries, porque yo sé que no es verdad, que de borrega nada. Hago una foto con mi defecto y paso de largo con la media sonrisa de quien tiene la seguridad de no ser lo que le gritan.